Algunos de mis recuerdos de don Abrahán
A las 11:45 del pasado día 1 de diciembre, dentro del Adviento y en plena celebración de la Novena a la Virgen Inmaculada, nuestro muy querido D. Abrahán Herrero Laso vivió su pascua, su paso de esta vida temporal a la vida eterna.
El misterio de la muerte, aún cuando se realice en una persona que tenga muchos años y nos parezca inesperada, es siempre motivo de tristeza por la separación que supone y además, porque nos recuerda una realidad a la que ninguno escaparemos. Por eso, vamos a examinarla a la luz de la fe, mirándola con serenidad, sin miedo, de modo que podamos transformar este acontecimiento en enseñanza de vida. La fe tiene esa cualidad: transformar el dolor en alegría.
Conocí a D. Abrahán en los años de mi vida de seminarista en el Seminario Conciliar de San Froilán. A partir de mi primer nombramiento como Ecónomo de la Colegiata Nuestra Señora de Arbas del Puerto, mi relación y conocimiento se fue intensificando progresivamente, ya que dicha Colegiata estaba entonces íntimamente vinculada a la Real Colegiata de San Isidoro. Al conocer mi primer nombramiento, D. Abrahán manifestó un especial interés por mi invitándome con gran insistencia a formar parte del Instituto Secular Sacerdotal de San Isidoro, que entonces comenzaba a dar sus primeros pasos. La pertenencia al Instituto hizo posible una mayor vinculación entre ambos, hasta que en el año 1985 fui nombrado como Vice-Director de la Casa de Espiritualidad de la Colegiata de San Isidoro, nombramiento que llevaba consigo entrar a formar parte del grupo interno del Instituto, que hacía vida en común en la propia Colegiata, concretamente en la Casa de Canónigos, residencia de los mismos.
Desde entonces y hasta la fecha nuestro trato ha sido siempre muy cordial y cercano propiciado por la convivencia y la vida en común, compartiendo diariamente multitud de penas y alegrías. En el momento de su jubilación como canónigo, me hice cargo del oficio que él había desempeñado durante muchos años, con gran sacrificio y esfuerzo, de la administración capitular.
En mis múltiples y variadas conversaciones con él, pude apreciar las hermosas dotes con las que la Providencia le había distinguido y de las que, a pesar del paso del tiempo y de las dolencias, no habían disminuido. Me impresionó mucho en una de aquellas conversaciones cómo de repente él me interrumpió y me dijo tajantemente: «Aunque me veas asi, yo me siento contento de haber sido sacerdote y de seguir siéndolo».
En los encuentros que pude mantener con él en el tiempo antes de su ingreso en la Residencia Juan Pablo II, mientras sus razonamientos eran totalmente lúcidos, fui descubriendo en su persona algunas cualidades que como creyente y sacerdote nos deja como testamento espiritual.
En primer lugar una tierna devoción a la Virgen María bajo la advocación de la Virgen del Valle a quien invocaba con especial afecto hasta en los últimos momentos de su vida. Al Santuario de la Virgen del Valle acudimos en varias ocasiones en peregrinación desde la Colegiata de San Isidoro numerosos grupos de personas vinculadas con la Colegiata y por especial invitación de D. Abrahán.
Aprecié en él un gran amor a la Iglesia diocesana. Como Rector del Seminario fue un válido apoyo del Obispo Monseñor D. Luis Almarcha Hernández, no escatimando fuerzas ni energías en cumplir esa delicada misión. Es de todos conocida su dedicación a algunas actividades pastorales, entre las que hay que destacar el trabajo y dedicación a la Acción Católica, Cursillos de Cristiandad, Adoración Nocturna. En las parroquias donde sirvió, no ahorró esfuerzos en mejorar las estructuras parroquiales para servir mejor al pueblo de Dios.
Don Abrahán nos deja también el testimonio de su vida misionera. Ordenado sacerdote, muy pronto sintió la llamada a llevar el Evangelio por el mundo entero, pero por motivos ajenos a su voluntad, no pudo ver realizado este ideal de su vida que lo compensó con creces en la organización de las misiones parroquiales en la propia Diócesis legionense.
Otro de sus grades amores ha sido la Colegiata de San Isidoro a la que entregó su vida y sirvió de forma generosa y ejemplar. Recuerdo con emoción unas palabras que él me manifestó al tiempo que se estaban llevando a cabo las obras de limpieza, alumbrado y acondicionamiento del nuevo sistema de calefacción de la Basílica: «pido a Dios que me deje llegar a ver estas obras realizadas» y Dios le concedió esta gracia, ya que siempre escucha a sus hijos que le piden con fe.
He querido, no sé si lo habré logrado, trazar algunas líneas de la fina espiritualidad sacerdotal de D. Abrahán. Algunos de los lectores podrían añadir muchas más cosas. Todos somos testigos de que D. Abrahán ha luchado en la noble batalla de la vida, ha llevado a término con dignidad su carrera, aún en medio de las di?cultades. Ahora, por tanto, sólo le queda recibir la corona que no se marchita, que el Señor ha prometido a sus siervos fieles. Esta es la hora en que D. Abrahan puede repetir con el autor de la Carta a los Hebreos: «En cuanto a mí, el momento se ha cumplido… He combatido el buen combate, he terminado la carrera, he mantenido la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de justicia que me entregará el Señor en aquel día, Él que es un juez justo, y no sólo a mí, sino a todos aquellos que han amado su verdad» (Heb 2,4-6).
D. Abrahán no presidirá más la santa misa en esta nuestra diócesis ni en nuestra Basílica. Pero pensamos que ahora participa en la liturgia celeste, donde Dios es contemplado y adorado no ya por medio de los signos, sino cara a cara.
¡Que Don Abrahán pastor sencillo, generoso y bueno, buen trabajador en la viña del Señor, descanse en la paz de Dios para siempre!
Francisco Rodríguez Llamazares
Abad de la Real Colegiata de San Isidoro